TENTACIÓN, PODER, CORRUPCIÓN

TENTACIÓN, PODER, CORRUPCIÓN

Hay mañanas en las que abro los ojos y siento el peso de todos mis errores deslizándose lentamente sobre el pecho. Siempre comienzan igual: un simple desliz, una línea cruzada por curiosidad, ambición o deseo. Pero luego, con cada respiración, recuerdo que la culpa no pesa tanto como el poder. Al menos, no al principio.

No era un mal tipo. O eso repetía cada noche antes de dormir. Solo fui un político más que creyó estar haciendo lo correcto. O quizás un poco más inteligente que los demás. Pero la inteligencia, he descubierto, tiene ese defecto peligroso de confundirse fácilmente con la astucia. Y la astucia, a su vez, tiene mucho que ver con esa parte del cerebro que susurra bajito, que ofrece premios inmediatos a cambio de una pequeña traición.

Mi primera “tentación” fue ridículamente sencilla.

—No es nada, un favor inocente—dijo Pablo con una sonrisa tranquilizadora mientras agitaba ligeramente el sobre—. ¿Quién podría negarse a una cena en “Le Gourmet”?

Vacilé un momento. Mis dedos rozaron el sobre, sintiendo el frío del papel y el calor de la curiosidad.

—¿Y esto…? —pregunté, dudando.

—Un pequeño agradecimiento, no es nada que no merezcas—insistió con voz suave, pero firme.

Tomé el sobre. Se abrió con una facilidad inquietante. Recuerdo aún cómo la dopamina hizo una fiesta en mi cerebro. Esa recompensa química que te hace sentir invencible, único, merecedor absoluto de todo cuanto se te ofrece. Aquella noche, frente al espejo, vi solo un hombre cansado. Sabía que era fácil y agradable ceder. Era una elección simple: alegría momentánea frente a una sobriedad aburrida.

Con cada sobre nuevo, cada favor pagado en especie, cada trato sellado en silencio, se fortalecía una red de neuronas que celebraban con cada tentación satisfecha. La parte frontal del cerebro, esa que trata de mantener la cordura y el autocontrol, se apagaba lentamente. Había noches en que la culpa asomaba tímidamente, como un invitado incómodo. Pero la mañana siguiente se encargaba de arrastrarla, lejos, a golpes de café fuerte y reuniones apresuradas.

Al final, todo estalla. La corrupción no es silenciosa; es un rumor constante que crece hasta convertirse en grito. Pero antes de ese grito, justo antes de que las luces de los medios enfoquen tu rostro avergonzado, hay un instante lúcido donde el cerebro, cruelmente, entiende que todo fue una trampa. Una trampa en la que uno mismo ha caído una y otra vez, disfrutando ingenuamente del camino.

Ahora, cuando despierto, los ojos pesan más que nunca. La tentación sigue ahí, silenciosa, esperando la siguiente oportunidad. Y sé que, por mucho que intente resistirme, ese susurro será siempre más fuerte que mis promesas de cambio. Porque al final, somos eso: criaturas frágiles que buscan pequeñas recompensas para olvidar las grandes derrotas cotidianas.

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